Mi primera vez

Toda esta historia comienza unas semanas antes de las vísperas de mi cumpleaños número dieciséis. Era una fecha que esperaba con ansias, imaginando que sería mi oportunidad para una fase de transición: dejar de ser "mi yo de siempre" y convertirme en alguien con más audacia. ¿La verdad? Lo que realmente quería era salir de mi zona de confort y explorar cosas más intensas, más “vívidas”. Me imaginaba escapándome de mi casa, probando algún tipo de droga dura o algo similar... sí, ese era mi concepto de rebeldia al que aspiraba y que pasaban por mi cabeza en aquel entonces.

Por aquellos tiempos, yo me consideraba una puberta ejemplar, una "estudiante excepcional", o al menos, eso me decía a mí misma mientras miraba mis calificaciones. Claro, esas calificaciones contrastaban un poco con mis actitudes y comportamientos de la época, que dejaban un poco que desear por lo terca y altanera que era. Pero a mí me bastaba con cumplir con mi rol de estudiante, que por suerte solo consistía en existir, asistir a clases, y ya. Las responsabilidades eran un concepto lejano.

En aquella epoca, yo era esa chica extrovertida, pero solo con mi grupo de amigos de siempre. Fuera de ellos, me volvía una completa antisocial. Mi círculo estaba compuesto por los mismos cuatro o cinco amigos con los que salía a pasear, jugaba algo en el PC y, en nuestros intentos de rebeldía, "carreteabamos". Aunque, siendo sincera, nuestro “carrete” era algo más parecido a una pijamada donde el evento más rebelde era pedir pizza después de medianoche, leer creepypastas y, si nos atrevíamos, tomar una que otra cerveza a escondidas del adulto de turno. 

Hasta que un buen día apareció Marcelo. Como un spoiler en medio de mi historia, este personaje llegó a revolucionar mis tan ansiados deseos de adolescente en busca de aventuras y experiencias nuevas. Marcelo llegó a mi vida en el momento preciso.

Yo estaba en mi hábitat natural—pegada a Instagram, probablemente subiendo la vigésima historia del día o stalkeando a alguien—cuando me llegó un mensaje de él. Y sí, no soy de esas que "caen" fácilmente; él me escribió primero, como debe ser.

Marcelo tenía tres años más que yo (18 años en ese entonces) un detalle que, por supuesto, me hacía sentir como en plena serie de Sex Education. Porque, vamos, ¿qué podría salir mal en una historia con un chico mayor? El era un ex alumno ya egresado de mi colegio, aunque jamás me lo había cruzado en los pasillos. Pero ahí estaba él, listo para devolverle emoción a mi vida llena de League of Legends y calificaciones perfectas.

Como es de esperarse, obviamente, caí. Con Marcelo empezamos a hablar por chat de instagram, y con cada día que pasaba, nos íbamos enganchando más. Recuerdo cómo nuestras conversaciones se hacían cada vez más largas; hubo noches enteras en las que el chat seguía hasta la madrugada, hablando de todo y nada a la vez. Pero lo mejor era que los dos teníamos una pequeña obsesión compartida: "Preguntados". Sí, ese juego de trivia que te lanza preguntas sobre cultura general (o algo así), perfecto para alimentar nuestras charlas interminables.

Para añadirle emoción a nuestras partidas, le poníamos penitencias al perdedor, aunque, visto en retrospectiva, eran más ñoñas de lo que nos gustaba admitir. Algo como: “dale like a esta foto”, “comenta esto en el perfil de tal persona”, o “síguelo y aguanta la vergüenza”. Así, entre risas, penitencias y preguntas sobre cultura general, Marcelo fue tomando espacio en mi vida, con ese aire misterioso que, lo admito, me atraía, el encajaba perfecto con el perfil de amigos que yo estaba buscando en ese momento.

Marcelo, en ese entonces, no estudiaba; estaba en su famoso "año sabático". Ese término que suena tan sofisticado pero que en su caso se traducía más bien a "no tengo muchas ganas de hacer nada en particular". Eso sí, tenía sueños: quería estudiar psicología, aunque, ironías de la vida, parecía más alguien que necesitaba un psicólogo que alguien destinado a serlo.

Pero, como nada es color de rosa, Marcelo, el joven extrovertido y encantador, empezó a mostrarme su “otra cara”. Resulta que, en redes sociales, era todo un activista... del mundo cannábico. Publicaba fotos con “pitos”, bongs, y cualquier tipo de accesorio que le diera una parafernalia al acto de fumar cannabis. No era de esos que fuman “de vez en cuando”; no, él era un apasionado del tema, un verdadero fanático. Y, por si eso fuera poco, me confesó que de vez en cuando probaba cosas “más fuertes”: LSD, éxtasis, polvos extaños y todo tipo de sustancias que yo solo conocía en series. Yo, que con tan solo una cerveza Cristal ya andaba viendo doble, me sentía de lo más fuera de lugar.

A pesar de mi total falta de experiencia, igual aceptaba sus invitaciones a “experimentar”. Claro, que esas invitaciones nunca llegaron a concretarse, y en retrospectiva, probablemente fue lo mejor.

Hasta que un día, sin embargo, la invitación llegó formalmente. Marcelo me propuso fumar marihuana en su casa. Bueno, para ser sincera, no era solo el fumar lo que me atraía, sino ese deseo incontrolable de conocerlo en persona, de romper la burbuja digital en la que habíamos estado flotando durante semanas. Y, por supuesto, lo acepté. Lo bueno fue que Marcelo vivía cerca de mi casa, así que llegar no sería un problema. Aunque, debo admitir, tenía los nervios a flor de piel. Finalmente, iba a conocer al chico que había llenado mis noches con charlas interminables sobre temas que iban desde lo más profundo hasta lo más trivial.

Cuando llegué a su casa, estaba tan nerviosa que, honestamente, no sabía lo que iba a pasar, no sabia si esta era una ''cita'', un encuentro casual o el próximo capitulo de Mea Culpa. Pero, ¿qué podría salir mal? Yo, en la casa de un desconocido, dirigiéndome a su habitación, ese lugar tan seguro y digno de confianza donde, según todas las películas de terror, pueden pasar cosas como que me encuentren dormida al día siguiente en un barril de ácido. Pero claro, mi sentido común decidió tomarse el día libre. Marcelo me invitó a su habitación, que, bueno, era acogedora... dentro de lo que cabe. Las paredes de madera le daban un toque rústico, la cama era lo suficientemente grande como para sentirme como una invitada de lujo, y la televisión tenía el tamaño justo para ver algo o jugar videojuegos. Todo parecía normal, hasta que, por supuesto, la sorpresa llegó. Me acomodé en la cama, tratando de mantener mi calma, cuando Marcelo, con una sonrisa de "esto va a ser épico", se acercó y dijo: "Mira lo que tengo aquí", mientras abría su closet lentamente. Y ahí estaban, dos plantas de marihuana floreciendo como si estuvieran en una competencia de belleza botánica. ¡En su closet! Yo, totalmente confundida, no sabía si reírme nerviosamente o salir corriendo. Marcelo, tan orgulloso como si me estuviera mostrando el trofeo de su vida, me contó que llevaba más de un año cultivándolas ahí, como si fuera algo completamente normal. Claro, su madre, ni idea de su pequeño emprendimiento agrícola, y si algún día se enteraba, él sería el candidato perfecto para un exorcismo familiar, con todos los ingredientes: humo, luces parpadeantes y un "fuera de mi casa" como guinda de la torta.

Después de un rato de compartir risas incómodas y aún más historias sobre su "colección", la conversación, como no podía ser de otra manera, pasó al siguiente nivel. Marcelo, con la tenacidad de un gitano que trata de leerte la suerte para sacarte plata, comenzó a insistir en que fumara con él. Yo, que apenas había probado el pisco con Coca-Cola y ya me emborrachaba, no sabía cómo rechazarlo sin quedar como la aburrida del grupo. Así que, sin mucho más que hacer, nos recostamos en su cama, demasiado cerca para mi gusto, mientras él se ponía a armar su pito como si fuera el acto más natural del mundo. Me lo ofreció, claro, y con toda la suavidad del mundo, me negué. No porque fuera una santa, sino porque, sinceramente, el contexto no era el adecuado y, además, me sentía más incómoda que nunca.

Pero, como si no fuera suficiente, Marcelo no se dio por vencido y empezó a invadir mi espacio personal como si estuviera buscando un lugar en mi cuerpo donde descansar. Se acercó peligrosamente, casi a punto de besarme, y fue en ese preciso instante, cuando la situación estaba a punto de escalar a algo más extraño de lo que ya era, asique se me ocurrió la brillante idea de salvar la situación con una frase muy desesperada: ..."¡Juguemos Preguntados!" le dije. Sé que suena como una excusa malisima, pero en ese momento fue lo único que pude pensar para evitar que me terminara besando o peor aún, unirme al club de las niñas que hacen cosas raras por presión, aunque honestamente, ya lo era.

Marcelo, visiblemente sorprendido y descolocado, con una cara de confusión por mi repentina propuesta, aceptó. Claro, había un pequeño detalle que añadió y me dejó totalmente desconcertada: el perdedor tendría que cumplir una penitencia. Yo, con la misma cara de “esto va a salir mal”, sin ninguna excusa para inventar, acepté las reglas en contra de mi voluntad y comenzamos a jugar. Yo, que me consideraba una experta en preguntas de ciencias, confiaba en mis habilidades para arrasar, pero claro, Marcelo, el fanático de los deportes, me venció en esa categoría. Y ahí estábamos, en su cama, rodeados de un aire tan denso de marihuana que parecía tener vida propia, luchando por una victoria que, al final, nunca llegaría a ser mía. Y como era de esperarse, perdí.

"Bueno, ¿cuál es mi penitencia?", le pregunté, con un poco de miedo y sintiéndome como una completa idiota. Marcelo, con una sonrisa malévola, me soltó: "Tienes que darme un beso". Ah, claro, porque nada dice "conozcámonos mejor" como un beso de penitencia, ¿verdad? Yo, completamente sorprendida y con la sensación de que había caído en una trampa mortal, no sabía si reírme o salir corriendo. ¿En serio me estaba pidiendo eso? ¿En qué punto de la película de terror era este el giro de trama? Pero, claro, no podía pensar en una excusa lo suficientemente buena, así que, en un arranque de "¿por qué no?", me acerqué y lo besé. Y déjenme decirles que fue uno de los besos más extraños de mi vida. No fue ni dulce ni romántico, más bien fue como una prueba de resistencia emocional. Me sentí completamente forzada, como si hubiera firmado un contrato en letra pequeña sin leer las cláusulas. Ni siquiera me molesté en disfrutarlo, porque, honestamente, Marcelo no era mi tipo... ni de lejos.

Después de ese beso que parecía sacado de un capitulo de una serie coreana, me despedí rápidamente, alegando que tenía que irme, aunque lo que realmente quería era escapar a la velocidad de la luz. La verdad, no sabía cómo procesar lo que acababa de pasar. Pasaron unos días, y aunque intenté dejarlo atrás, mi cerebro decidió hacerme el favor de seguir dándole vueltas a la situación. Así que decidí olvidarlo, como si fuera un error de cálculo que nadie más tiene que saber.

Pero como la vida a veces tiene esa extraña costumbre de no dejarnos escapar tan fácilmente, Marcelo y yo seguimos hablando. Y aunque él no lo decía explicitamente, parecía que algo en él empezaba a encariñarse más de lo que yo me sentía cómoda. Yo, por otro lado, solo sentía una mezcla de "amigos" y "bueno, igual quiero conocerlo un poco más".

A medida que se acercaba mi cumpleaños, me di cuenta de que había llegado el momento de planear mi fiesta. Claramente, una fiesta con cero presupuesto, pero con  un parlante y un patio lo suficientemente grande como para que la gente se sintiera cómoda sin tener que pisarse los unos a los otros. Decidí invitar a algunos amigos... y, sí, también a Marcelo. ¿Fue una buena idea? Probablemente no, pero en ese preciso instante, cuando el cerebro y la razón ya se habían rendido, pensé que sí.

Entonces el día llegó, era un sábado cualquiera, pero para mí tenía un sabor especial, como si el universo hubiera decidido que hoy sería el día en que las cosas se descontrolaran. Decidí organizar una fiesta de cumpleaños que, si bien no sería la más memorable del año, sin duda quedaría grabada en la memoria de todos como una de las más... interesantes, según yo. "Acompáñenme a celebrar mi cumpleaños número 16", les dije a mis amigos mediante un mensaje de Whatsapp con un entusiasmo que ni yo misma me creía, "y por supuesto, traigan sus propios vicios para consumir". Lo que no esperaba era que mi pequeña fiesta se fuera de las manos tan rápido.

Al principio pensé que seríamos los mismos cinco de siempre, esos con los que compartes todo, hasta los secretos más oscuros (y las vergüenzas más inconfesables). Pero no, la cosa se desbordó en un abrir y cerrar de ojos. La gente empezó a llegar, una tras otra, como si se tratara de una fiesta secreta que ni siquiera yo había planeado. De pronto, había caras que no reconocía, e incluso amigos de mis amigos que yo ni conocía, pero claro, no podía hacerles el feo. En fin, por educación, los dejé pasar. Así, la casa se fue llenando de más y más gente. ¿Veinticinco personas? ¿Treinta? No lo sé, perdí la cuenta. Mis amigos aparecieron con alcohol de todo tipo: cervezas, pisco, vino blanco con "kem" (sí, con "kem", como si fuera la receta mágica de un alquimista frustrado), pero lo que reinaba esa noche era el vodka negro con jugo de naranja. Esa era la fórmula infalible, la poción que, con solo un sorbo, me ponía a hablar en ruso.

Y claro, en medio de toda esa movida, llegó Marcelo. Yo, ingenua como siempre, había apostado a que no se aparecería. Pero como todo buen amigo, decidió desafiar mis expectativas y hacer su gran entrada triunfal. Apareció con una bolsa negra en la mano, que bien podría haber sido una edición limitada de Louis Vuitton, pero en lugar de una cartera de diseñador, Marcelo me presentó un regalo que, honestamente, ni en mis pensamientos más raros habría anticipado. "¡Feliz cumpleaños!", me dijo con una sonrisa de oreja a oreja, como si me estuviera entregando el Santo Grial, mientras me extendía la misteriosa bolsa.

Yo, con cara de "con que cosa va a salir este sujeto ahora", abrí la bolsa y, entre otros objetos que claramente formaban parte de algún tipo de misterio sin resolver, encontré lo que más tarde supe que era un "bukket". Y al fondo, como si fuera el toque final de una obra de arte, había una bolsa Ziploc repleta de marihuana, pero hey, no era cualquier marihuana... era la que el mismo habia cosechado desde lo más interno y oscuro de su closet. Mi cerebro se quedó estancado en el "¿qué es esto?", mientras mis amigos, que ya sabían lo que era, me miraban como si estuviera a punto de realizar algún acto heroico. Como si el solo hecho de que me hubiera tocado una "sorpresa" de esas dimensiones me fuera a otorgar una medalla. Y mientras tanto, yo solo pensaba: ¿En que momento esto agarró tanto vuelo?

Marcelo, con la calma de quien ya ha pasado por esas aguas y probablemente ha navegado en ellas más veces de las que puede contar, me mostró cómo se manejaba la "herramienta" con una demostración en vivo, como si fuera algo completamente natural. Yo, entre el pánico y la curiosidad, me debatía como un adolescente que, en su infinita sabiduría, no tiene ni idea de las consecuencias de sus actos, pero sí tiene mucho interés por encajar. "¿Lo hago o no lo hago?", pensé, pero en cuestión de segundos ya estaba tomando el acordeón (o lo que sea que eso fuera), inhalando el contenido hasta que mis pulmones, esos pobres y confiados órganos, se vieron desbordados por un aire cargado de principios activos que mi pobre cuerpo jamás habia tenido el placer de conocer.

Exhalé con tal fuerza que el aire salió disparado como si hubiera sido expulsado por un volcán en plena erupción. Y claro, como era de esperar, tosí como si yo fuera el mismisimo René Puente. Marcelo, mirándome con cara de orgullo, como si me hubiera entregado una medalla al valor, solo me dijo: "Bien hecho". Y yo, con mi ingenuidad de entonces, le respondí: "No me pegó". ¡OBVIO que no me pegó! tan solo habían pasado apenas 10 segundos desde mi primera inhalación. Pero, como buena adolescente, me sentí tan valiente, tan llena de poder, que decidí que lo mejor sería intentarlo otra vez.. Estúpido, ¿no?

Marcelo, sin dudarlo ni un segundo, recargó el aparato y me lo pasó nuevamente, como si estuviera entrenando a un atleta para los Juegos Paralímpicos de la marihuana. Inhalé con toda la fuerza que mi cuerpo pudo ofrecer (y que, por alguna razón, mi cerebro no controlaba). Y ahora sí, amigos, ahora sí me sentí en el paraíso. Mi ego se elevó completamente. El patio entero fue testigo de mi "triunfo". Esa era mi primera vez probando marihuana.

Lo que sucedió después... Bueno, les mentiría si les digo que lo recuerdo con claridad. Mi mente se diluyó en una mezcla de euforia y relajación extrema, como si me hubiera tragado una nube que me llevó directo a un lugar donde la lógica y la realidad decidieron tomarse un descanso. Empecé a sentir cosas nunca antes sentidas: una relajación tan profunda que mis párpados pesaban como si hubieran decidido rendirse por completo, y una ligereza de mente como si mis neuronas se hubieran desintegrado una por una. Me sentía tan ligera como el aire, y mi risa, esa obra maestra de descontrol, era tan contagiosa que cualquier cosa, desde el chiste más malo hasta el estornudo de alguien al otro lado de la habitación, me hacía carcajear como si estuviera viendo un stand-up de Don Comedia. Fue entonces cuando me perdí un poco... no, mucho, de la realidad. Mi mente, como buena amiga, decidió hacer una escapatoria temporal mientras mi cuerpo permanecía allí, actuando como si tuviera el control.

De vez en cuando, me arrastraba hasta el baño, donde miraba mi reflejo en el espejo con esa cara de "¿qué estoy haciendo aquí?", y veía mis ojos rojos y achinados, riéndome como si fuera un personaje de caricatura. Luego de algunas horas, como si de alguna película de acción se tratase, me encontré tendida en el suelo de mi habitación. Las luces estaban apagadas, pero el sonido de la fiesta que seguía a lo lejos... ¿Y yo? Bueno, yo no tenía ni idea de qué estaba pasando. Estaba demasiado ocupada haciendo una conexión espiritual con el suelo.

Podría haber pasado cualquier cosa en ese momento. Gente robando mi galón de gas, vomitando sobre el sillón, o hasta destruyendo la casa para hacer un bunker soviético... pero yo estaba tan fuera de mí que ni siquiera me enteré de nada. Estaba volando, sí, eso es lo que tenía claro. ¿Que el mundo se estaba cayendo a pedazos? No importaba, yo estaba disfrutando del mejor viaje de mi vida.

Horas después, me desperté con un hambre feroz, porque claro, ¿quién necesita recuerdos cuando tienes antojos? La fiesta seguía como si el tiempo no hubiera pasado, así que, aprovechando el momento, me escabullí a la cocina como pude y encontré un paquete de galletas Morochas (esas típicas galletas de colación que llevas al colegio). No importó que estuvieran destinadas para el lunes siguiente; en ese instante, esas galletas eran lo más cercano al manjar celestial que había visto en mi vida.

Pero, por supuesto, no iba a conformarme con algo tan básico—el aburrimiento nunca es una opción. Así que, en un intento de hacer mi comida aún más especial, abrí el refrigerador en busca de algo que llamara mi atención y… ¡voilà! Lo vi. Decidí que, para hacerlas más deliciosas, les echaría ketchup. ¿Por qué no? Esa sí que era una receta revolucionaria, el tipo de innovación que esperas ver en MasterChef.

¿El resultado? Una mezcla tan insólita que incluso Gordon Ramsay podría haber derramado una lágrima de orgullo... o de horror. Lo único que sabía en ese momento es que, en mi mundo paralelo, estaba feliz, satisfecha y completamente fuera de mí, disfrutando de aquella combinación que, en ese instante, sentí como la máxima y más pura delicia.

Después de aquel festín gourmet, me fui a recostar en el sillón, completamente derrotada pero con el estómago feliz, mientras la fiesta continuaba. 

Al día siguiente, sin recordar mucho y con un dolor de cabeza espantoso, la boca seca y una sed que me raspaba la laringe, desperté rodeada de un montón de cuerpos que se encontraban en un estado completo de inconsciencia. Algunos estaban tendidos en el suelo duermiedo, otros en el sofá y los demás en mi habitación, pero todos con el mismo nivel de conciencia que yo: ninguno. Pero para ser honesta, ni siquiera me importó, lo primero y único que atiné a pensar fue: “Joder, la mejor noche de mi vida”.

Y bueno, así concluyó una de las noches más espectaculares de mis dulces dieciseis... Y ustedes, ¿recuerdan su primera vez? 


pd: les dejo una fotito de esos años bellos, que nostalgia..



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