Tinder


En uno de esos momentos de claridad y juicio que solo surgen a altas horas de la madrugada (y que suelen terminar en arrepentimiento), decidí usar mi libre albedrío y descargar Tinder. Sí, esa aplicación que promete conexiones “auténticas” pero que, en realidad, es como una caja de Pandora: nunca sabes si encontrarás un alma gemela, un amigo o, en mi caso, una caja de sorpresas repleta de desilusiones. No voy a decir el año exacto, pero baste decir que en ese entonces estaba en una relación. Mi pareja y yo decidimos, en un arranque de “modernidad”, descargar Tinder juntos, con la meta de conocer gente nueva. ¿Amor? ¿Interés físico? Naaa. Esto era para añadir un toque de aventura a nuestra rutina. O eso pensé.

Con ese noble propósito, armé mi perfil en Tinder. Mi descripción era directa y clara: “Buscamos gente para carretear y pasarlo bien”. Y ahí estaba yo, toda emocionada, pensando que era la idea más innovadora del siglo. La realidad era que ya no soportaba a los amigos de mi pareja (esa es otra historia) y salir con mis propios amigos me parecía tan emocionante como una playlist exclusiva de Taylor Swift. Así que me ilusioné con esta “chispa” que le daría sabor a mi vida social.

Durante las primeras semanas, conocí personajes de todos los matices. Algunos simpáticos, otros… peculiares, y algunos tan raros que ni Breaking Bad podría haberles hecho justicia. La verdad, recibí propuestas para absolutamente todo: encuentros “casuales”, sesiones de “yoga espiritual” (si entienden el eufemismo) y, claro, ofertas de drogas como para abastecer una temporada entera de Narcos. Ya estaba arrepentida de esta locura en la que me había metido cuando, de repente, apareció Ignacio.

Ignacio llegó con una entrada triunfal: respondiendo a una historia en mi instagram con un comentario sarcástico que, debo admitir, dio en el clavo de mi sentido del humor. Ay Dios... si hubiera sabido el desastre que traería consigo aquel inocente “seguir de vuelta” en instagram.

Spoiler: Ignacio resultó ser uno de los personajes más insufribles que he tenido el desagrado de conocer.

¿Ignacio? Un individuo... interesante, a su manera. Típico poeta ñuñoino (sí, en verdad escribía poemas) y, como si fuera poco, aspirante a músico de trap. Dicen que la música viene del alma, pero la de Ignacio parecía provenir de un abismo tan oscuro que ni Bayronfire se hubiera atrevido a explorar. Pero bueno, era guapo, y eso hizo que, tonta de mí, me interesara.

De su familia no había nada de qué quejarse. Venía de buena situación económica, con acceso a educación de calidad y todas las oportunidades para hacer algo de sí mismo. Primero intentó derecho en una gran universidad de Santiago, la PUC, después sociología, luego periodismo... para luego finalizar regresando a su ciudad natal Antofagasta, donde exploró diseño gráfico. Claro, como toda buena historia, esta también acabó pronto: dejó diseño gráfico para lanzarse a estudiar contabilidad. ¿Si alguna vez logró terminar alguna carrera? Eso sigue siendo un misterio. 

Después de algunos días de conversaciones, lo invité a una fiesta con mis amigos. Parecía la oportunidad ideal para verlo en persona sin arriesgarme demasiado. Finalmente, después de hacerse desear todo el día, Ignacio llegó a última hora. Ni siquiera mi entonces pareja era tan dramático. Pero ignoré esa primera “red flag” porque en ese entonces… aún era joven e ingenua.

Esa noche, entre risas y conversación, terminé besándolo. Al día siguiente, la culpa me consumía, así que hice lo correcto y confesé todo a mi pareja, y terminamos. Era la decisión lógica. Aunque en retrospectiva, ¿la más sabia? De eso ya no estoy tan segura.

Así, Ignacio y yo nos convertimos en pareja. ¿Fue una buena idea? No

Al principio, Ignacio era envolvente, hablaba con palabras rebuscadas, tenía ese aire de seductor incomprendido y pretencioso que, debo confesar, me intrigaba. Sin embargo, muy pronto empezó a revelar su verdadero “yo”. Respondía mis mensajes cuando le daba la gana, siempre envuelto en crisis existenciales de una profundidad que, para él, eran revelaciones filosóficas… para mí, remedios contra el insomnio. Su vida era un loop de angustia existencial, un torbellino de emociones que incluía desaparecer por días para reaparecer en una escena digna de telenovela venezolana.

Era agotador. Si alguna vez intenté alejarme, salía con algún melodrama sobre sus deseos de “dejar este mundo” o, en un giro igualmente dramático, con su plan de “venderlo todo” e irse a triunfar en Estados Unidos como trapero. ¿Vender qué? ¿La cama que le prestó su mamá? ¿Las camisetas raídas en su guardarropa? ¿O los audífonos despellejados que usaba para grabar su apestosa música? Su plan era tan realista como sus “poemas”.

Ignacio era una mezcla entre poeta malo, músico frustrado y filósofo de pacotilla. A pesar de tener una vida privilegiada, ahí estaba, perdido en crisis existenciales que solo él entendía. Era un “drogadicto” de poca monta: ocasionalmente, si tenía dinero, fumaba marihuana, lo cual solo empeoraba su ya frágil estado mental.

Repasando todos esos momentos, no dejo de preguntarme: ¿dónde estaba mi amor propio? ¿qué pasó con mi dignidad? Sabía que Ignacio me manipulaba como un titiritero, pero me sentía atrapada en un loop infinito, como esos sueños donde corres y corres pero no avanzas.

Y si te lo estás preguntando: sí, fue agotador. Ignacio tenía una “bipolaridad no tratada” que, a pesar de toda la medicación que tomaba, parecía empeorar cada día, como si su tratamiento consistiera en empeorar cada dia más. A veces desaparecía por días y luego, como si nada, volvía con una crisis aún peor que la anterior.

Cada vez que iba a su casa (porque, claro, siempre iba yo; él apenas fue dos veces a la mía), el guión era el mismo: lloraba, componía algún desastre sonoro de su “música” y luego se quedaba dormido durante horas. No les miento: lo mejor de cada visita era cuando se dormía. Imaginen, esa era la parte más “emocionante” de nuestro tiempo juntos. Salir, ni hablar; en las raras ocasiones en que accedía a salir conmigo, el 50% de las veces me dejaba plantada. ¿Cómo sobreviví a su encantadora personalidad? Ni idea.

Ignacio era tan inestable que no tenía amigos, aunque eso no le impedía colarse en fiestas ajenas para luego llenar sus redes sociales como si fuera el alma del lugar. En realidad, yo era su único vínculo humano, y su “soltería” selectiva le permitía coquetear con sus “amigas” sin disimulo. Fotos y mensajes sospechosos llenaban su celular, pero yo, en modo zen, los dejaba pasar.

Hasta que un día, me cansé. Necesitaba una excusa para terminar definitivamente, una razón sólida que me ayudara a resistir cualquier intento de reconciliación (por si a mi masoquismo se le ocurría algo loco).

Fue entonces cuando llegó la señal divina. Ignacio, en una de sus largas siestas, dejó su computadora abierta. Y ahí estaba, el músico “genio incomprendido” con su computador encendido, como una luz en medio de la tormenta. Aprovechando su sueño profundo, decidí hacer algo que jamás había hecho: revisar sus mensajes de instagram. Sé que estuvo mal, pero, créanme, cada maldito segundo valió la pena.

Al abrir la bandeja de entrada… ¡bingo! Conversaciones con chicas que, sorpresa, no era yo. Ahí estaba Ignacio, desplegando su “encanto”. Invitaciones para “fumar”, frases cursis y citas repletas de romanticismo barato. Recuerdo en particular un mensaje en el que le decía a una compañera de su clase: “Fue genial verte hoy, extraño tu aroma”. Mi cara al leer eso… no hay palabra en el diccionario para describirla.

Ignacio se dio vuelta en la cama y abrió los ojos. Me quedé paralizada, casi convertida en estatua. Pensé que gritaría o armaría una escandalo, pero solo atiné a agarrar mis cosas, decirle “terminamos” y salir de ahí como si el mismísimo diablo me persiguiera.

Salí a la calle y lloré de la confusión, tristeza y alivio. Cuando llegué a mi casa y vi mi reflejo en el espejo, con los ojos hinchados, sentí algo increíble: finalmente era libre. Bloqueé su contacto en todas las redes, y así concluyó el caos que fue Ignacio en mi vida.

¿El epílogo? Ignacio intentó contactarme muchas veces despúes del término, alternando insultos con disculpas, hasta bombardear mi Gmail con correos llenos de odio. Pero esa… es historia para otro día.

¿Moraleja? Nunca, pero nunca, descarguen Tinder.

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